... El problema es que en ese pequeño segundo, milésimas diría yo, en que me agacho para recoger el dichoso manguito, he soltado la mano de mi chiquitina, y cuando una vez convertido de nuevo en mulo de carga busco su pequeña manita, !sorpresa! la veo a unos escasos metros, agachada, tratando de descubrir por sí misma el misterio de un pequeño obstáculo marrón plantado en mitad de la acera, y que, efectivamente, es lo que parece, un excremento canino de dimensiones apreciables, o lo que es lo mismo, una boñiga de perro del tamaño de un elefante.
Es entonces cuando no tengo más remedio que soltarlo todo, rompiendo la obra de ingeniería digna del mejor Juan de la Cierva, buscando, en mitad de todo el desaguisado, las toallitas salvadoras de todos los males. Abro una bolsa, la de las Coca-Colas, sigo buscando, pero sólo encuentro la crema para las hemorroides, "!pero quién ha metido esto aquí! !Niña, no me toques con esas manos llenas de m...! !de caca! ... No, chiqui, no te he regañado... no estoy enfadado... pero no, no te puedo dar un abrazo, espera que te limpie esas manitas tan bonitas..."
Finalmente logro que sus manos vuelvan a ser las de una dulce niña de su edad... en los cuentos de hadas, claro. Entonces me levanto con las manos envueltas en toallitas que han dejado de oler a Aloe Vera, miro a un lado, a otro y descubro que en ese pueblo el número de papeleras es inversamente proporcional al de chiringuitos... y allí estoy yo, con las toallitas adornadas por excrementos de un mastín napolitano, un montón de paquetes dispersados por el suelo y una pequeña niña con cara de no haber roto nunca un plato que no para de balbucear "papá, tero paya, paya, amos a la paya!!" Y sólo hemos recorrido 120 metros.
Justo cuando logro deshacerme de las toallitas y nos disponemos a seguir nuestro camino, como Don Quijote y su pequeña Sancho Panza, noto algo vibrar... debe ser mi móvil. De nuevo a buscar el móvil entre tantas bolsas y tras toparme de nuevo con la maldita crema de las hemorroides, consigo leer un SMS: "Cariño, compra de camino una lechuga en el Super para la ensalada".
Vuelvo a arramblar con todos los bártulos, pero esta vez una de las sillas no encuentra su sitio en mi espalda, así que opto por llevarla en la mano, pero abierta, que es la única forma, aunque eso signifique tener que ir andando de lado con mi niña abriendo camino de la otra mano y a paso de tortuga.
Llegamos al Súper y en la puerta acierto a leer un cartel que prohíbe el paso con bolsos y otros enseres de playa. ¿Incluirá eso niñas de 2 años? me pregunto con sorna.
Tras convencer a la cajera de que guarde todas mis posesiones bajo su caja, entro y llego a la sección de verduras y hortalizas, divisando las lechugas. Curioso mundo el de las lechugas, pues resulta que la lechuga fresca de toda la vida no existe, sino que hay lechugas iceberg, escarolas, las acogolladas... ! y hasta lechugas romanas! será que no hay huerta en España como para tener que importar las lechugas de Italia... Tras mucho discurrir, opto por la lechuga que, al menos a simple vista, parece la más normalita, la de toda la vida... que curiosamente es la romana.
Nos acercamos a la caja, mi niña, mi lechuga y yo... miro triunfante a la hortaliza, y en ese momento, mi niña grita: "papá, pipí, pipí!"
- "No puedes aguantar un poco, cariño?" Le suplico incrédulo.
- "Papá, pipí!".
No había días para elegir probar a quitarle los pañales a la enana!
Dejo la lechuga en la primera estantería que encuentro, cojo en brazos a mi chiquitina y me dirijo a los servicios, los cuales están cerrados porque son sólo "para uso de los empleados".
Me acerco a una cajera que me informa de que la llave la tiene el guardia jurado, el cual está en la puerta de atrás. Vuelvo sobre mis pasos con mi niña que sigue con la cantinela del pipí. Encuentro al susodicho, que amablemente me acompaña a los baños, aunque no todo lo rápido que las circunstancias requerían, posiblemente sin ser consciente de que mi hija podría convertirme en una maceta recién regada en cualquier momento.
Tras la limpieza previa del water, siento a mi niña, quien rápidamente suelta un "Papá, no sale", que termina de desmoralizarme del todo.
- "Quieres que esperemos un poco, a ver si te dan ganas?"
- "No, Papá, paya, paya".
¿Qué se le va a hacer? Nos dirigimos de nuevo a la caja, pero no encuentro la lechuga donde la dejé y un chaval joven, que dice ser un reponedor me dice, algo mosqueado, que ha llevado la lechuga al área de las hortalizas, ya que "con estos calores se ponen pochas con facilidad, y claro, como Ustedes no las pagan..." . Me disculpo y vuelvo a por otra lechuga y de ahí de nuevo a la caja, que esta vez está abarrotada. "Pero qué ha pasado aquí!", digo en voz alta, mientras una señora mayor con ganas de cháchara me explica que es que la otra cajera se ha ido a desayunar...
Durante la espera de nuevo la princesa abre la boca, esta vez para pedir agua... la pobre, !no me extraña que no saliese el pipí, si tiene que estar seca con tanto paseo!
Para no perder el sitio, le digo que se acerque a la estantería, que está a escasos metros, donde hay botellas de agua de todos los tamaños y colores. Con su paso titubeante, consigue acercarse y coge una de las botellas azules (la más cara, tiene buen bouquet la niña), y como la cola es larga, se la abro para que vaya calmando la sed.
Por fin es nuestro turno, pongo la lechuga en la cinta y busco la cartera en mis bolsillos... y recuerdo que al salir de casa le pedí a mi Cari que me la guardase en su bolso para no perderla... !justo el único bolso que lleva ella!
Regalo mi mejor sonrisa a la cajera y trato de explicarle el malentendido. Ella me mira y con voz resignada me dice que no pasa nada, pero que la devuelva yo a su sitio para no hacer trabajar al pobre reponedor, "encima que no se la lleva!".
De pronto mira a mi niña y ve que la botella ha pasado a ser un biberón propiedad de ella y su cara, esta vez sí, torna a un gris oscuro... pruebo con otra sonrisa, pero no cuela...
Lo peor viene cuando le pido que me permita recoger todos mis bártulos que su compañera tuvo la amabilidad de guardarme bajo la caja... La señora cajera suspira y sirve su venganza en plato frío, se regodea diciéndome que debo esperar a que llegue su compañera e incluso aprecio a discernir una sutil pero malévola sonrisa cuando añade casi susurrando: " y a ver si entre tanta bolsa encuentra un mísero eurillo para pagar la botellita de la niña, !so gorrón!".
¡Me encanta! Sobre todo lo del pipi, lo vivo a diario y, ahora q la cosa empieza a mejorar... Otra vez a empezar.
ResponderEliminarSolo uno aprecia a sus padres cuando se convierte en padre el.
B.