"Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te muertes
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren"
Contigo. Joaquín Sabina.
Hace unos meses, leía divertido un artículo de Pérez Reverte en el que contaba una anécdota personal en la que una mujer "ni elegante ni ordinaria, ni guapa ni fea" le espetó en su cara un "eso es machista" por el grave delito de cederle el paso en la puerta de una librería.
Así es, vivimos una exaltación desbordada de igualdad que nos hace enfrentarnos a las propias reglas de la naturaleza y así, todo vale con tal de ser, ya no iguales, sino más bien clónicos.
Así por ejemplo, la maternidad es un signo de diferenciación entre sexos (que no géneros por mucho que se empeñen) y por eso, para la periodista Samanta Villar, rebelde donde las haya, "su vida desapareció con la maternidad" y es que, seguramente, el instinto maternal es un sentimiento que el heteropatriarcado inventó para mantener a la mujer sumisa y distante.
Hace unos días, escuché la nueva campaña de las Juventudes Socialistas en la que, con motivo del día de los enamorados, alertaban a los jóvenes del amor romántico, catalogándolo de "mito que perpetúa la violencia de género" y remarcando su intención de promover relaciones de respeto y de iguales, es decir, que para ellos el amor es incompatible con el respeto y la igualdad. Atrás quedó aquello que San Pablo escribió a los Corintios: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.".
Becker, Neruda, Sabines o Lorca serían tildados de machistas empedernidos, sus cantos al amor censurados y sus libros quemados en la hoguera junto a los de caballerías de Alonso Quijano, quien, una vez convertido en Don Quijote acabaría en la trena, no por sus múltiples e inocentes bravuconerías sino por perder el alma por su imaginada Dulcinea mientras reconocía que era ella quien "pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser". ¡Menuda declaración de intenciones!
Diremos adiós a Cupido, símbolo de la teocracia patriarcal y daremos la bienvenida a un mundo sin tontas sensibilidades maternales, sin místicos romanticismo, sin zalamerías que provoquen rubor ni tímidas miradas que griten pasión. Hacia allí nos dirigimos, donde la maravillosa diferencia entre el hombre y la mujer ya no se divisará, quizás porque nunca hemos sabido apreciarla, antes por exceso, es cierto, pero ahora por defecto.
Quién sabe, puede que lo siguiente sea prohibir el sexo, nido de sentimientos primitivos y espontáneas pasiones, mezcla de sudor y vehemencia irrefrenable donde la razón no cabe. Y quizás, alguien invente un artilugio que ya Stallone probó sin mucha fortuna, y es que como ya advirtió Julio Cortázar, "no haremos el amor, él nos hará" y una máquina, ahí, poco puede ayudar.
Muerto el perro se acabó la rabia, deben pensar algunos. Y si alguien abusó de un "te quiero" o disfrazó su cobardía y vileza entre rosas con espinas envenenadas, mejor ejecutar al amor, en cuyo nombre muchos aterrorizan y maltratan.
Prohibir el amor es la opción fácil, cobarde e injusta, puede, pero para qué dejar que triunfe el romanticismo, ese que nos hace soñar despiertos y acariciar atardeceres, ese cuyo sabor ya nunca se olvida al beberlo, si siendo abstemios no corremos ningún riesgo y podemos seguir siendo felices... ¿o no?