Hoy pienso que el pasado sábado volví a vivir un bonito ejemplo de iniciativa y profesionalidad, esta vez en el difícil mundo de la hostelería.
Estábamos en la Sierra de Cazorla y tras una mañana de mini ruta, con la lluvia como inseparable compañera, llegamos al Pantano del Tranco, donde decidimos que era momento de reponer fuerzas y sentarnos a la vera de un buen fuego para degustar una buena carne de monte, regada, eso sí, con una cervecita fresca y hasta un buen vinito si la situación lo exigía.
Y allí estábamos, calándonos en mitad del monte, con el pantano de fondo, debatiéndonos entre dos restaurantes, el de arriba o el de abajo. Finalmente, nos decantamos por el de abajo, ya que se encontraba en la orilla del pantano y las vistas merecían la pena.
Al entrar, nos encontramos en una caseta con toldos cuyas mesas se situaban en torno a una gran parrilla que hacia las veces también de chimenea. Como era lógico, todas las mesas que estaban ocupadas, se situaban a su alrededor, lo cual hacía difícil llegar a la única libre que quedaba, al fondo del salón y que, por imperiosa necesidad, fue nuestra elegida .
Ninguno de los dos camareros pareció percatarse de nuestro problema, por lo que, una vez sentados y acoplados, algunos voluntarios tuvimos que acercarnos de nuevo a la barra, pedir allí y luchar de nuevo, literalmente, por crear un camino, para, simplemente, poder llegar a nuestra solitaria y fría mesa, ya que para el resto de clientes parecíamos no existir y no hacían ni el amago por facilitarnos tan dura labor, aunque fuese con un pequeño gesto de esos de "pasa, pasa, que te dejo...". Por un momento me creí Daniel Day-Lewis haciendo de mohicano y tratando de llegar al río Hudson...
Fue al segundo y complicado viaje a la barra para rellenar los vasos vacíos y pedir algo para picar cuando mi cuñado y yo decidimos acercarnos al restaurante que se encontraba al otro lado de la carretera y ver qué tal estaba.
Al entrar, vimos un salón confortable, pero con tan sólo una pareja comiendo y con la chimenea apagada. Ni que decir tiene que salimos de allí disparados, con la idea de volver a nuestra casetilla aunque tuviese goteras, ya que este sitio parecía incluso menos apetecible y acogedor. Sin embargo, ya en la calle fue cuando de repente nos asaltó un hombre de mediana edad que salió de detrás de la casa preguntando si no queríamos comer allí. Muy educadamente le transmitimos nuestra negativa porque teníamos al resto de la tropa en el bar de abajo y que sólo habíamos entrado a echar un vistazo. El hombre, perseverante pero sin resultar pesado, nos habló de unas migas y una carne de ciervo que hizo despertar nuestro estómago, y ante nuestra crítica por tener la chimenea apagada, nos dijo de forma simpática: "¿Apagada? Habéis mirado mal, bajad a por el resto de vuestros amigos y ya veréis como a la vuelta la chimenea está encendida". Eso nos hizo reír, aunque seguimos nuestro camino tras despedirnos.
Me gustó ese último recurso, su simpatía y su coraje por no perder un cliente, siempre desde la educación y el respeto.
Al llegar al bar de la parrilla y tratar de pasar otra vez por el revoltijo de mesas y ver cómo los camareros ni tan siquiera se inmutaban, la gota se colmó cuando el camarero no se acercó a tomarnos nota y, ya en la barra, nos dijo de mala gana, las cuatro cosas que ofrecían para comer.
Así fue como acabamos en el Restaurante Acacias. Con chimenea, con un joven camarero que se esforzaba a cada segundo por hacernos la estancia muy cálida y una carne de ciervo que aunque no estaba muy allá, sabía mejor gracias al ambiente que el dueño del restaurante y su hijo habían sabido crear.
- ¿Tienen revuelto de papas? Lé pregunté al chaval.
- "No, pero se hacen. Diganme qué le echo a las papas... ¿huevos? ¿morcilla, chorizo...? Esa fue su contestación. En ese instante, me vino a la mente el eslogan de la campaña con la que Bill Clinton logró darle la vuelta a las encuestas. Y me dieron ganas de adaptarla y bajar al restaurante de las goteras para decirle al camarero: "Es la actitud, estúpido".
- "No, pero se hacen. Diganme qué le echo a las papas... ¿huevos? ¿morcilla, chorizo...? Esa fue su contestación. En ese instante, me vino a la mente el eslogan de la campaña con la que Bill Clinton logró darle la vuelta a las encuestas. Y me dieron ganas de adaptarla y bajar al restaurante de las goteras para decirle al camarero: "Es la actitud, estúpido".
Sin duda, ese día comimos a gusto, y ese hombre supo ganar unos clientes gracias a esos pequeños detalles que consiguen dejar a lo supuestamente importante, encerrado en el armario. Ese día Pareto hubiese estado orgulloso de haber enunciado su regla del 80/20, porque ese día, ese 20% sirvió, primero para hacernos entrar allí, cuando ya lo habíamos desechado, después para disfrutar de la comida, y por último para salir de allí con la barriga llena, los bolsillos no muy vacíos y sobre todo con una gran sonrisa.
Eso es lo que hace que uno, a los dos días, sea capaz de seguir recordando ese sitio, su nombre, hacerle una foto de recuerdo y hasta dedicarle un post en un humilde blog... Porque al final, es la actitud la que marca la diferencia.
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