“No pude caminar durante una semana, después de tanto que la carrera sacó de mí. Pero fue el agotamiento más agradable que he conocido”
Emil Zatopek
Hoy pienso que ayer corrí de nuevo una media maratón. A pesar de que ya llevo unas cuantas, la sensación previa sigue siendo la misma que el primer día. Nervios y algo de incertidumbre ante el comportamiento de tus piernas, ya que aunque sabes que darás el máximo, nunca tienes la seguridad de que tu cuerpo hará caso a tus propias ganas.
Como digo, la de ayer no fue mi primera media maratón, sin embargo, al terminar recordé la última carrera que había realizado, una maratón de montaña.
Aunque llevo ya casi 4 años corriendo, mi experiencia en todo este tiempo se ha limitado a eso, correr de manera más o menor regular, sin entrenos ni nada por el estilo, sino al más puro estilo Forrest Gump, ya sabéis: “Aquel día, sin ninguna razón en particular, decidí salir a correr. Corrí hasta el final del camino, y cuando llegué, pensé que tal vez podía correr hasta el final del pueblo. Y cuando llegué…”
Así, cuando hace unos meses me enteré de que había una carrera de montaña, pensé que era una buena oportunidad para intentar dar el salto a la Maratón. Y así, con la imprudencia e insensatez que me caracteriza, me inscribí, me compré una mochila y unas zapatillas especiales y allí me presenté dispuesto a correr mi primera Maratón y además de montaña, pensando que correr por carriles de arena no sería tan distinto que correr por una carretera.
La carrera empezó como esperaba, mucha gente, un ambiente desenfadado y lleno de alegría, lo cual siempre anima. Pronto salimos de la ciudad y nos desviamos hacia la montaña, donde los carriles se fueron achicando hasta forzarnos a ir en fila india. Bueno, es lo que imaginaba, algunos tramos por montaña deben ser así, ya me advirtieron que esto era duro. De momento el ritmo era el adecuado, incluso me preocupaba ir más rápido de la cuenta porque la carrera iba a ser larga.
Cuando ya llevábamos algunos kilómetros en las piernas, llegó el punto de inflexión, aunque entonces no lo sabía. Un desvío, los que corren la media maratón siguen el carril hacia la derecha, los demás, para arriba... ¿para arriba? !Pero si sólo hay rocas! La indicación era clara, te mandaba directamente a lo alto de la montaña con un cartel que decía “Zona técnica”. Ummm, bonito palabro que hasta entonces desconocía y que ya nunca olvidaré.
Resulta que las “zonas técnicas” son aquellas en las que hay que emplear más habilidad que velocidad, es decir, que no hay opción de correr, sino que son zonas rocosas, salvajes o sin un claro camino que seguir, ya sea cuesta arriba o cuesta abajo, y por tanto, la pericia y habilidad del corredor es lo que cuenta.
El caso es que de pronto me vi sólo, corriendo por mitad del monte, entre hiérbajos y piedras, con el único rastro de las balizas que, colgadas de árboles o arbustos te iban indicando el camino.
Imagino que la novedad, el paisaje inmejorable y la propia incertidumbre de saber qué vendría después me hicieron más fácil esos primeros 20 kilómetros, porque aunque duros, no se pasaron tan lentos. Sin embargo, a un kilómetro escaso del primer avituallamiento serio, en el ecuador de la carrera y en pleno descenso, mis cuádriceps se agarrotaron y lo que venía siendo una molestia durante unos cuantos minutos previos se convirtió en un bloqueo seco y repentino que me impedía siquiera doblar las piernas. Afortunadamente el terreno era asequible y aunque la cuesta abajo no ayudaba porque todo el peso se cargaba sobre los pobres músculos del fémur, llegué como pude al avituallamiento.
Al parar para alimentarme e hidratarme me encontré con mi amigo Antonio, un verdadero crack en esto de las carreras Extreme, y supongo que debido a mi aturdimiento, al verlo pensé, “vaya, debo ir muy bien para haberlo pillado”. Seguidamente él me aclaró que, desgraciadamente, se había tenido que retirar por una lesión muscular… En ese momento me reí de mi inocencia, ya que era imposible que yo pudiese haberle dado caza… Lo sentí por él, porque siempre duele abandonar una carrera, sobre todo por una lesion, pero cuando encima eres un cuasi profesional y le dedicas tanto esfuerzo a preparar este tipo de pruebas, joroba aún más renunciar a la meta.
Tras recobrar energías, comencé la segunda parte de la carrera, y a los pocos metros, una primera cuesta arriba algo pronunciada constató lo que ya había percibido, los músculos de mis piernas no estaban preparados para esa paliza y unos primeros calambres me hicieron caer al suelo y pensar en la retirada. “No puedo seguir, lástima” pensé.
Por detrás llegaba otro corredor que al verme paró y comenzó a ayudarme a estirar las piernas. Dándome ánimos me explicó que eso era normal, y que tratase de continuar, porque el cuerpo es caprichoso, y que seguramente en poco tiempo me sentiría mejor. Ante mi sorpresa, este chico decide acompañarme a un ritmo de trote “cochinero”. Leo, que así se llamaba, no dejaba de alentarme, y desde luego, en esos momentos, si él no hubiese estado ahí, seguro que habría dejado la carrera.
Sin embargo, la experiencia es un grado, y tal y como Leo predijo, volví a sentirme mejor, justo en el momento en que nos tocaba subir una montaña por mitad de un corta fuegos, la parte más dura de la carrera y que sin duda fue un varapalo psicológico. El cordobés Leo iba delante, “no mires para abajo”, “vamos, ya queda menos, !respira!” y así conseguimos, sin aliento y casi sin piernas, llegar arriba.
Lo cierto es que mi ritmo fue in crescendo, y esta vez fue Leo el que me pidió que lo dejase atrás, yo a él, ya que una torcedura de tobillo le hizo bajar el ritmo y en ese plan prefirió no forzar “tira pa´lante ahora que has cogido ritmo sino te vendrás otra vez abajo” me dijo.
Llegué a los 30 kilómetros, sólo, por barrizales debido a las lluvias de días anteriores y divisando unos paisajes indescriptibles, cuya belleza sólo se difuminaba por el desgaste físico que estaba sufriendo. Fue entonces cuando, de nuevo bajando, sufrí otro calambre. Esta vez no pasaba nadie que me ayudase, quedaban poco más de 10 kilómetros y estaba en mitad de la nada, no había posibilidad ni siquiera de retirarme, al menos hasta el siguiente punto de avituallamiento.
Me incorporé como pude, y seguí bajando con dos palos tiesos en lugar de piernas y entonces divisé dos voluntarios. Estuve tentado de decirles que lo dejaba, pero entonces pensé que aquella era una oportunidad única de vencerme a mi mismo, de superarme y me dije, en voz alta “si consigues llegar hoy, podrás conseguir lo que te propongas”. Por suerte seguía solo y nadie me oyó hablarme a mí mismo, pero el caso es que funcionó y conseguí reponerme y continuar la carrera.
A partir de entonces no dejé de animar a mis cuádriceps, especialmente al izquierdo, que era el más tozudo, y con frases como “venga, bonita, que queda poco” o “venga joder, no nos dejes tirados a tu hermana y a mi” y otras tonterías que se quedarán sólo para nosotros... hata que conseguí llegar al km. 38…
En ese momento y en mitad de unos olivos, de nuevo los calambres se hicieron insoportables (literalmente) incluso llegué a llorar no sé si de dolor o de rabia, por ver la meta tan cercana y que mis piernas me dejasen tirado tan cerca de la meta.
Entonces dos corredores que me dieron caza de nuevo se pararon y me ayudaron. Con algo de estiramientos y un poco de masajes me puse en pie y comencé a caminar. “Venga, vamos andando, que al menos así llegas”. Me quedé tan alucinado de que aquellos dos granadinos dejasen de correr para acompañarme y conseguir que llegase a la meta que mis piernas reaccionaron y aunque lento, les pedí que no dejasen de trotar por mi culpa.
Es raro esto del organismo, porque curiosamente a falta de 2 km. me empecé a encontrar bien otra vez, y así conseguí incluso hacer un pequeño sprint en los metros finales, lo cual me ayudó a quedar como un héroe ante mis chiquitines que me esperaban allí, en la meta, vitoreando mi nombre…
Y así fue mi primera experiencia en una maratón de montaña. Donde aprendí muchas cosas, por un lado uno se conoce más a sí mismo, llega donde cree que nunca llegaría, y aunque los que me conocen saben que para bien y para mal, a cabezón y picapino no me gana nadie, el esfuerzo y la superación sirven para conocerte más a ti mismo. Cuando uno está allí, en el silencio de la montaña y con el único motor de tu respiración, son muchos los pensamientos que se intercambian tu cerebro y tu corazón fluyendo sentimientos y mezclándose con recuerdos y pensamientos.
Sin embargo, lo que más me impresionó de aquel día fue descubrir tanta generosidad y tanta solidaridad por parte de otros participantes, que desde luego, te hacen ver el mundo de otra manera. Existe la amistad incluso entre personas que nunca se habían visto antes. Existe la caballerosidad, el desinterés y el altruismo, y así, cuando llegas a la meta y te crees John Rambo, porque verdaderamente no sientes las piernas , es entonces cuando hallas una alegría interior por lo que has conseguido, porque has triunfado y sobre todo, porque en un deporte tan individual y solitario como éste, eres consciente sólo lo podrías haber conseguido con toda esa ayuda que recibiste de tus compañeros.
Terminé tan exhausto que en la línea de meta dije exactamente lo mismo que Grete Waitz cuando ganó la maratón de Nueva York: “Nunca correré esto de nuevo”... Por cierto, Grete Waitz, ganó 8 maratones más de Nueva York...
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