Hoy pienso que mi viaje continuó sin más sobresaltos que los propios de un tren con más paradas que una diligencia del salvaje oeste.
Y llegamos a Valdepeñas, una chica de unos 30 años entra en el vagón y se sienta a mi lado. Es guapa, bien vestida, informal pero elegante y con un maletín de trabajo que le da cierto aire interesante.
El tren continúa su camino y aparece el revisor, "buenos días, billete por favor", le dice.
- "Verá usted, he llegado justa de tiempo y no he podido sacarlo".
- "No pasa nada, me lo abona aquí y ya está".
- "Estupendo, ¿Puedo pagar con tarjeta?".
- "¿Con tarjeta? No, yo no llevo máquina para tarjetas, soy un revisor, sólo puedo cobrarle el billete en metálico". Le dice el revisor algo contrariado.
- "Uy, pues a ver cómo lo hacemos, porque no llevo dinero... pero es que tengo que ir a Madrid por un asunto de trabajo muy importante". Le dice ella, tranquila y educadamente, mientras le regala al revisor una sonrisa de no haber roto nunca un plato.
El revisor se queda pensativo, mirando a la chica de forma cariñosa y algo proteccionista. "Mire, podemos hacer una cosa, al llegar a Chamartín se baja, saca dinero del cajero, yo le espero en el andén y me lo paga".
En ese momento me acuerdo de mi experiencia con otro revisor hace sólo dos semanas y pienso en los peligros de la generalización, en lo injusto que fui hablando mal de los revisores tan sólo por haber sufrido una mala experiencia con uno de ellos.
En ese momento ella interrumpe mis pensamiento y espeta con gesto torcido. "Ya, pero es que yo me pensaba quedar en Atocha..."
- "A ver, en Atocha el tren sólo para 5 minutos, no le da tiempo a sacar dinero y volver y yo tengo que seguir en el tren hasta Chamartín. Tendrá que continuar hasta Chamartín y ya le digo que yo no tengo inconveniente en esperarla allí, pero no puedo hacer más, de hecho es que no debería dejarle continuar el viaje porque el billete tiene que abonarlo en metálico antes o durante el trayecto".
Con gesto de adolescente, entre inocente y picarón, mira mi acompañante de asiento al revisor y le dice "bueno, no pasa nada, me espero hasta Chamartín, gracias".
- "Vengo cuando estemos llegando a Chamartín, hasta luego", zanja el revisor y sigue su camino hacia el siguiente vagón.
Y así continúo mi viaje, maldiciendo mi post en el que criticaba la actuación de un revisor, fustigándome mentalmente por haber creído que todos los revisores eran iguales y admirando aquella situación que había presenciado. Dos personas que desde la educación, la honestidad y el sentido común habían logrado resolver un problema que desde una mente algo más obstusa podría haberse antojado imposible.
Vamos llegando a Atocha, mi destino, y conforme el tren va aflojando la marcha, signo inconfudible de que estamos a punto de llegar, observo que la chica cierra el maletín que hacía un rato había abierto para leer la Telva y cuando estoy a punto de pedirle que me deje pasar para salir, veo, para mi desconcierto, que se levanta y se prepara para salir también.
No me lo podía creer, mis ojos no daban crédito. La gente empieza a evacuar el tren y allí va ella, tan delgadita, con esa falda tan mona y esos andares pizperetos, abandonando apresuradamente, pero sin perder la gracia, aquel andén. Perplejo ante la situación vivida, ojoplático y paralizado en mitad de la estación, viendo difuminarse a lo lejos aquella silueta, sólo podía recordar a mi revisor de hace dos semanas.
Hoy, el revisor que confió en esta chica ha aprendido una lección, y si la semana que viene me lo encuentro y tengo cualquier problema, su respuesta, más que justificada tras lo vivido hoy, será: "No me calientes la cabeza, el problema es tu problema y no el mío y no, no voy a dar más de lo que esté obligado a dar". Y yo lo miraré, todavía desesperanzadamente desvelado, le daré la mano y sólo acertaré a decirle: "gracias, es lo que nos merecemos".
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