martes, 3 de abril de 2012

Las chuletas, mejor de toda la vida...

Hoy pienso que nunca he sido un copión en el colegio, no por exceso de ética o moral incorrupta a prueba de dieces. Qué va, nada de eso, más bien por falta de descaro y un superávit de rubor que hacía imposible que pusiese una chuleta encima de la mesa, por pequeña que fuera y mi corazón no se pusiese a mil, el sudor se apoderase de mi cuerpo y mi cara se pusiese más colorada que la de Arenas en su estado natural y bronceado.

Recuerdo con envidia, particularmente, a dos amigos míos, expertos en las artes del copieteo.

Uno de ellos, era tranquilo, educado y callado, de estos con cara de no haber roto nunca un plato. El sueño de cualquier profesor, que tiene que enfrentarse a diario con 40 adolescentes endemoniados, y que encuentra un cómplice en aquella esquina con ese chaval que, complacientemente, dice que sí a todo sin dar  nunca un solo problema.

Este amigo mío, comenzó su andadura en el difícil mundo de la orfebrería chuletera con pequeños papelitos, en los que trataba de escribir toda la información posible para después, durante la hora del examen, tratar de trascribirla en el folio correspondiente, escondiéndola bajo la mano. Fácil y rústico pero eficaz.

Más tarde probó con unos rollitos, supongo que inspirado en algún documental sobre el antiguo Egipto, y descubrió que haciendo largos papiros y enrollándolos, cabía mucha más información en el mismo espacio.

Sin embargo, aquello le suponía horas y horas de esfuerzo artesanal que bien podía haber dedicado al estudio. Así que un día al entrar en una copistería, vio la luz, como Saulo al caer del caballo, y descubrió las fotocopias reducidas. Por un mínimo coste, reducía las páginas de los libros al tamaño de su palma de la mano y desde ese día, los sobresalientes sólo costaban dinero, pero nunca esfuerzo.

El otro amigo mío, prefería llevar varias chuletas encima, cada una de ellas en un bolsillo diferente. Éstas contenían menos información, pero él mantenía la teoría de que si un día le pillaban, al ser una chuleta con  “contenido” reducido el castigo serían inferior.

Un día, en un examen de “Historia de la música”, el profesor notó algo sospechoso y le pidió que levantase la mano de la mesa. Con una habilidad propia del mismísimo Houdini, logró hacerla desaparecer delante de las narices del profesor, quien perplejo, sabía que algo escondía. El problema es que el profesor le registró los bolsillos (práctica por la que imagino que hoy mi amigo podría haberle denunciado por violar un derecho fundamental contra su persona) con la mala suerte de que encontró otra chuleta distinta… y mi amigo descubrió, para su desgracia, que el castigo era indistinto respecto a la cantidad de información de la chuleta.

Recuerdo por último a otro compañero, este más curtido y experimentado, cuando, en un examen de la carrera, Civil III, creo recordar, se le ocurrió practicar el manido recurso del cambiazo.

Su error fue vestir una cazadora en pleno mes de julio, donde guardaba los folios, y claro, aquello fue demasiado evidente hasta para un decrépito catedrático…

Hoy leo que Dani Pedrosa fue detenido por hacer un examen con un pinganillo en la oreja, para sacarse el título de capitán de Yate. Mientras lo leo, no sé si indignarme más porque un chaval con bastante tiempo libre trate de copiar en un examen donde aprendiendo 4 nudos marineros y saber por dónde anda la popa y la proa es suficiente o por que la policía gaste sus limitados medios en pillar a 4 copiones que tratan de sacarse un titulillo cuando hay tanto chorizo suelto haciendo su agosto a costa del contribuyente...

Quizás me debería sentir bien, porque después de todo, por mucho que la tecnología avance con sistemas Wi FI, pinganillos e internet… lo cierto es que nada es tan eficaz como el papiro de los egipcios que tan sabiamente utilizaba mi querido amigo… Y es que después de todo, las chuletas, mejor de toda la vida...

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