Hoy pienso que lo que está ocurriendo en España con el movimiento "democraciareal" no es lo que debería ser. Ayer, viendo las imágenes de Sol y lo que la gente reclamaba, recordé las palabras de Ortega y Gasset, cuando no sé si indignado o más bien defraudado, escribía aquello de "No es esto, no es esto!".
Ya sabéis que creo que la historia está ya toda escrita y así, sólo se trata de buscar en el ayer el hoy... y tratar de cambiar el mañana. En este caso, el artículo que Ortega y Gasset escribió en la revista Crisol el 9 de septiembre de 1931, estaría hoy perfectamente vigente, por eso lo reproduzco a continuación, si bien me he permitido una pequeña licencia, sustituir la palabra República por la de democracia, para contextualizar totalmente el artículo en la situación actual.
Sólo espero que, esta vez, la última frase del artículo ("La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo") se quede en profecía incumplida y no como sucedió entonces...
Un aldabonazo
Desde que sobrevino el nuevo régimen no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la Democracia! ¡guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad...
Con esta predicación no proponía yo a los demócratas ninguna virtud superflua y de ornamento. Es decir, que no se trata de dos Democracias igualmente posibles -una, la auténtica española, otra, imaginaria y falsificada- entre las cuales cupiese elegir. No: la Democracia en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión.
¿Cuál es la Democracia auténtica y cuál la falsificada? ¿La de «derecha», la de «izquierda»? Siempre he protestado contra la vaguedad esterilizadora de estas palabras, que no responden al estilo vital del presente -ni en España ni fuera de España. (....) No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra Democracia, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» -es decir, el modo tajante de imponer un programa-. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España -compárese su historia con cualquier otra- no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido.
(... ) Pero en esta hora de nuestro destino acontece, además, que ni siquiera ha habido vencedores ni vencidos en sentido propio, por la sencilla razón de que no ha habido lucha, sino sólo conato de ella. Y es grotesco el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución. Mientras no se destierre de discursos y artículos esa «revolución» de que tanto se reclaman y que, como los impuestos en Roma, ha comenzado por no existir, la Democracia, no habrá recobrado su tono limpio, su son de buena ley. Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos. Son muy pocos los que, de verdad, han sufrido por ella, y la escasez de su número subraya la inasistencia de los demás. Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque es ya excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos lo ciegos con los que ven claro. Se hace urgentísima una división de actitudes para que cada cual lleve sobre sus hombros la responsabilidad que le corresponde y no se le cargue la ajena.
Las Cortes constituyentes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo -esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista-. En un Estado sólidamente constituido pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal. Significaría prisa por aprovechar el resquicio de una situación inestable, y el pueblo español acaba por escupir de sí a todo el que «se aprovecha». Lo que ha desprestigiado más a la Monarquía fue que se «aprovechase» de los resortes del Poder público puestos en su mano. Una jornada magnífica como ésta, en que puede colocarse holgadamente y sin dejar la deuda de graves heridas y hondas acritudes, al pueblo español frente a su destino claro y abierto, puede ser anulada por la torpeza del propagandismo.
Yo confío en que los partidos (...) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. La falsa victoria que hoy, por un azar parlamentario, pudieran conseguir caería sobre la propia cabeza. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores.
Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la Democracia con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»
La Democracia es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario